Cerro Gabriela Mistral
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Después de un par de rebotes en el cajón, chatos de los problemas de acceso y arrancando del mal tiempo, partimos a Pisco Elqui. Teníamos cuatro días para cerro y no los queríamos desaprovechar por nada del mundo, tanto que no nos importaron las seis o siete horas de camino hasta Vicuña. Porque después de tantos años casi secos, este invierno, y concretamente este fin de semana largo (del 21 de junio, el We Tripantu o año nuevo mapuche), prometía una tormenta de tal magnitud, que iba a dejar toda la zona central y sur con superávit de lluvias. Así que partimos al norte, sabiendo que incluso ahí, algo de nieve caería.
Partimos el miércoles en la tarde, cosa de ganar un día extra. Llegamos cerca de las diez de la noche a unos domos pasado Vicuña (Elqui Domos Negros, muy buen lugar) y recién ahí, compartiendo con unas copas (¿o eran tazas?) de vino, nos pusimos a discutir a qué cerro iríamos al día siguiente. El elegido: Cerro Gabriela Mistral, 3.547 msnm, el más conocido de la zona y algo más alto que los demás, lo que prometía una buena panorámica para hacerse una idea del sector, y claro, también estaba el nombre.
La ruta no parecía tener mayores complicaciones, aunque nos pareció un poco rara la elección del campamento, que aparentemente tenía hasta un refugio, a 3.000 metros de altura. Esto significaba subir 1.800 metros el primer día y solo 500 el segundo… Pero bueno, por algo sería.
Al día siguiente nos levantamos temprano pero no tanto, y después de un buen desayuno que nos preparó el dueño del alojamiento (cuyo nombre se me escapa), salimos rumbo a nuestro cerro. La descripción y el track marcaban la plaza de Pisco Elqui como punto de inicio de la aproximación, pero decidimos probar un poco más arriba, donde terminaba el pueblo. Llegamos al final del pavimento y nos encontramos con un cartel, que decía que había que pedir permiso para pasar. Llamamos, no contestaron, y como asumimos que era permiso para pasar en auto, pero no a pie, decidimos estacionar junto a una casa, ponernos las mochilas y empezar a caminar.
No sé si es el paisaje, el aire puro, los buenos amigos o el peso de la mochila (no, mentira, eso no), pero empezar a caminar me pone instantáneamente de buen humor. Los primeros dos kilómetros o algo así transcurrieron por un camino vehicular y luego tomamos el sendero. Al poco andar, superadas las últimas casas y llegados al final del valle, comprendimos por qué el campamento estaba tan arriba: todo lo que alcanzábamos a ver era una ladera muy empinada donde no cabía una carpa. Se venía una subida larga, bien larga, así que había que armarse de paciencia nomás.
Foto: Aproximación. |
Sin embargo, para amenizar el día y el último descanso antes de comenzar a subir, vimos a los primeros personajes que bajaban del cerro. Una mujer gritaba a todo pulmón (¿hablaba por teléfono?) algo como: “casi morimos, era como la sociedad de la nieve”. Entre risas, pensamos algo como: “esto va a estar entretenido”. Unos minutos después encontramos una gran pirca junto a un estero (habría sido un campamento agradable, pero estaba muy abajo) y había otra persona. Su relato fue menos dramático pero similar: había mucha nieve y no pudieron seguir subiendo.
Seguimos caminando y la subida desafiaba nuestra paciencia: ni se acababa ni se veía el fin. Bastante más arriba, en otro descanso, pasaron varias personas que venían bajando. A pesar de estar evidentemente poco preparados, se empeñaban en decirnos qué hacer: “¿van a la cumbre? Está muy complicado cabros, está para raquetas, hay mucha nieve”. Nosotros miramos sus zapatillas, sus calcetas chilotas, sus mochilas con cosas colgando y, sin ponernos de acuerdo, respondimos al unísono: “mmmmm”. Y así fueron pasando varios. Igual nos dio pena (solo un poco), estaban muy mojados, seguro habían pasado mucho frío la noche anterior.
Foto: Aproximación. |
Llegamos a la línea de nieve, empezó el frío, y el fin de la subida aún no se veía. La paciencia comenzaba a agotarse. El camino empezó a ser un poco menos evidente. Después de un tramo medio raro, donde la huella llevaba a un pasadizo estrecho entre unas rocas, la pendiente por fin pareció aflojar. Avanzamos otro poco y, cuando faltaban algo así como 100 metros de desnivel, la huella se terminó. Había que hundirse nomás. No era tanto, hasta la rodilla más o menos, pero ya llevábamos más de siete horas caminando y quedaba poca luz. Ya estábamos mirando lugares planos para tirar la carpa, cuando el optimismo y la vista de lince de Willy vinieron al rescate: alcanzaba a divisar una cueva con algo que parecía una puerta… definitivamente intervención humana.
Estaba cerca, pero no había huella, así que igual nos demoramos su resto… aunque cada tanto, mientras abría huella, miraba hacia atrás, cómo la luz de esa hora coloreaba las cumbres del cordón del frente, con la luna llena arriba… todo el esfuerzo valía la pena.
Casi a oscuras llegamos al refugio, que en realidad era una cueva que alguien había cerrado con piedras, palos y una puerta de metal. El invento cumplía su función: protegía bastante bien del viento y “adentro” hacía menos frío que “afuera”... así que armamos la carpa “adentro”, haciendo caso omiso del barro, las goteras y la posible presencia de roedores… una operación que requirió algo de creatividad y elongación, porque cabía bastante al justo. Ordenamos, nos metimos un rato a los sacos para entrar en calor y tocó cocinar. En general, la cocina no es algo que se me dé mal, pero creo que nunca en la vida había cocinado algo que se viera tan feo como esos fideos sin gluten… pobres cabros… menos mal no tenía mal sabor. Nos dormimos temprano, sabiendo que se venía un día largo.
Foto: Atardecer en el valle del Elqui… |
Al día siguiente nos levantamos con las primeras luces, no tenía mucho sentido partir a ciegas. La ruta que teníamos daba un pequeño rodeo hacia el sur para remontar unos trescientos metros, para salir al filo a unos 3.300 metros de altitud, dejando un recorrido por el filo de unos dos kilómetros y doscientos metros de desnivel hasta la cumbre. De todas formas, cuando tuvimos la visual, nos pareció la ruta más evidente también, así que perfecto. Una cordada entre los personajes del día anterior (que lejos eran los que se veían más preparados) nos dijeron que habían dejado algo de huella abierta hacia arriba, y así fue, pero se acabó rapidito. Así que nada, armados de polainas y entusiasmo, fuimos abriéndonos paso entre la nieve blanda que nos llegaba hasta las rodillas, poco más poco menos. A veces aparecía nieve dura y nos daba un par de pasitos de descanso.
Foto: Nieve honda en el Gabriela Mistral. |
Unos 250 metros más arriba del campamento y sin llegar al filo todavía decidimos torcer hacia la cumbre (hacia el nordeste) por un largo traverse, que era lo que se veía mejorcito. Y de ahí en adelante el viento no nos soltó… harto frío y polvo de nieve en la cara, echando de menos las antiparras y pasamontañas que a ninguno se le ocurrió llevar. Pero luego salimos al filo y el espectáculo nos llenó de energía de nuevo, por no decir la considerable disminución en la cantidad de nieve, que el viento no dejaba acumular. El filo fue bien entretenido la verdad, con algunos pequeños trepes en las rocas y mucho, mucho viento.
Llegamos a la cumbre unas cinco a seis horas después de haber salido del campamento. Felices y entumidos, con una lata de cerveza a medio reventar y ganas de reír, sacar fotos y grabar videos en los que solo se escuchaba el viento… Cuando ya se nos empezaban a congelar los dedos decidimos bajar, no sin antes pasar por otro montón de piedras que no sabíamos si era más alto o más bajo que aquel que habíamos identificado y celebrado como cumbre, no fuera a ser… pero la altura era prácticamente la misma. La bajada fue muy rápida, unas dos horas, aun cuando decidimos hacer el “camino largo”, siguiendo nuestra huella, sin tratar de acortar camino.
Llegamos al campamento a eso de las tres de la tarde. Hubiéramos podido bajar, pero el lugar estaba lindo, y la idea de bajar casi 2.000 metros y llegar de noche a buscar donde dormir no nos sedujo para nada. En vez de eso, pasamos la tarde descansando, entre mates, chelas y canciones ridículas que la alegría y los cables pelados trajeron a colación. Porque esa es otra de las razones por las que vamos al cerro: poder cagarnos de la risa durante horas, incluso contando siempre el mismo chiste. Ah, y aunque sé que a nadie le importa, esa noche la cena no quedó tan fea.
Foto: Con la cumbre a la vista. |
Al despertar, una gruesa capa de nieve lo cubría todo y seguía cayendo. La cola de la tormenta sí había alcanzado la región de Coquimbo, tal como habían pronosticado. Así que desarmamos rápido y bajamos, con la huella completamente cubierta. Bajamos relativamente rápido, llegando al auto pasado mediodía. La tarde se nos fue en un no muy largo tour de reconocimiento hacia el este, hasta el final del camino, mirando (¡cómo no!) nuevos cerros y posibles rutas, almorzar, ver a unos niños jugando a la pelota en la plaza de Pisco Elqui, y comprar la infaltable botella de pisco, que bajamos esa noche, en el mismo alojamiento de la ida, cantando clásicos de la nueva ola a todo pulmón.
Definitivamente queda mucho por hacer en el Valle del Elqui. Volveremos.
Foto: Hidratando en la cumbre... |
Foto: Cumbre. |
Autor: Elvis Acevedo Riquelme.
“Persigo la felicidad, y la montaña responde a mi búsqueda…”
Chantal Maudit.