Nubes sobre Colombia (1960)
Una densa niebla siempre en movimiento ocultaba y revelaba de vez en cuando el más increíble paisaje que hubiera visto; murallas de roca se levantaban a mis costados y a mi frente se abría el precipicio - un precipicio parecía - de un profundo valle. La niebla no hacía sino aumentar las proporciones y la escala.
De las paredes pendía el musgo; en las laderas del valle se aferraban plantas extrañas, verdaderos fantasmas. Ninguna de estas plantas era familiar para mí; había flores rojas, amarillas, azules y rosadas, pero sus nombres me eran desconocidos. Parecían flores de un jardín, pero alcanzaban en sus tallos la estatura de un hombre. Las plantas gigantescas del "frailejón” eran más bien árboles, y en medio de la niebla que surgía por doquier, parecían gigantes de emplumada cabeza.
Este mundo de una vegetación extraña y montañas invisibles se desfiguraba ante mis ojos por la bruma y la fina llovizna que caía intermitentemente. Me parecía un sueño terrible o una pesadilla para mí, un viajero y andinista, estar cobijado bajo una pared de rocas, con el vacio cerca de mis pies y mirar ansiosamente a la niebla humeante buscando un claro en el cielo que predijera de una vez por todas un cambio de tiempo.
En medio de toda esa escena hostil había al menos algo de humano; en un rincón de la cueva que nos cobijaba mi arriero encendía fuego, o procuraba encenderlo con madera húmeda, pues aquí no había nada seco. El musgo que colgaba de las paredes de la cueva y que cubría también las piedras del suelo contaba una historia de humedad perenne. Y en verdad yo estaba entonces en una de las regiones más lluviosas del mundo, en la Sierra Nevada de Cocuy, de los Andes de Colombia.
¿Cómo y porqué yo había cambiado de las luminosas montañas de Chile Central a esta otra región tan remota? .
Para contarlo debo remontarme al año 1950, cuando fui designado bibliotecario del Club Andino de Chile. Por mis manos pasó en una ocasión una revista alpina suiza que contenía un par de fotografías de montañas tan maravillosas que me dejaron sin aliento; se trataba de dos montañas colombianas de la Sierra Nevada de Cocuy. No eran muy altas, apenas 5.400m, pero parecían verdaderos obeliscos de nieve y hielo.
Si hay alguna parte del mundo que quisiera conocer, esa es ésta, pensé mientras miraba el mapa para ubicar tales montañas. Pero naturalmente en esos años los andinistas chilenos podíamos pensar en un viaje al Tupungato o a la Cordillera de Rancagua como aventura máxima. ¿Qué posibilidades habrían, pues, de ir a Colombia?
Pero lo que entonces hubiera parecido imposible de suceder ha sucedido. En 1953 se me ofreció la oportunidad de viajar a los Estados Unidos y cuando acepte hacer el viaje tenía en mente naturalmente visitar montañas de otras tierras, en especial las de Colombia; el recuerdo de las dos fotografías suizas no se había borrado de mi memoria.
En 1956 ya estaba listo para viajar a Colombia, sin mucha idea de lo que habría de encontrar, pero lleno de esperanzas. Mi elección había recaído desde luego en la Sierra Nevada de Cocuy. Cuando crucé el mar Caribe y pasé por Jamaica y sus asoleadas playas me parecía increíble que en unos pocos días más estaría en la fría cordillera andina.
Ya en los primeros días de diciembre mi proyecto de años ya estaba en marcha; y así me encontré acampando en una cueva, bajo una colina rocosa, con un arriero por toda compañía, y mirando melancólicamente la niebla y la llovizna. Es cierto que había visto hasta entonces poco o nada de los obeliscos de hielo que me habían atraído de tan lejos, pero lo poco que hasta entonces había visto y el solo hecho de estar allí me parecían suficiente recompensa para años de espera.
En mi corta vida de andinista me ha caído en suerte conocer las montañas de cinco países, pero nada de todo lo que conocí en ellos se compara con la Sierra Nevada de Cocuy. Qué constituye esa comparación tan favorable yo no lo podría decir con exactitud, pues las cumbres de Cocuy no son más altas que las cumbres de Chile, no son más glaciadas que las de nuestra Patagonia, ni son tan difíciles como las de los Andes Peruanos. Quizás sea la audaz silueta de los picachos de la Sierra, de mediana altitud, pero atractivos; quizás sea la vegetación fantasmal y gigantesca que surge de la niebla movediza; o quizás sea ese característico mal tiempo que llegué a aborrecer, pero que acepto como benefactor de la sierra, pues sin él no existiría esa bizarra vegetación ni esa nieve y ese hielo labrados en forma de calados y flecos, con tanto arte.
La impresión que experimenta el andinista es indecible; la niebla vela todo, pero a veces se abre inesperadamente para mostrar una cima de hielo, o un paredón de sombría roca, o un campo de flores azules y rosadas, pero la revelación es corta. La niebla se cierra inexorablemente y el viajero vuelve a experimentar el silencio de las alturas, a aceptar la lluvia como compañera cotidiana de viaje, a abrirse camino por las rocas recubiertas de musgo y a hundirse en las raíces empapadas de los “frailejones”.
Una región así es única; la Sierra Nevada de Cocuy en muchos aspectos no tiene rival en las cordilleras andinas. Es una cadena de tan solo veinte kilómetros de largo, que corre de norte a sur, ubicada cerca de la frontera Colombo-Venezolana, y a unos doscientos kilómetros al norte de Bogotá. Su lado Occidental mira al Valle del Magdalena y el Oriental al del Orinoco; por todos los lados está rodeada de valles subtropicales y por tal ubicación las nubes que se forman en los climas tórridos suben a las alturas en la forma de niebla o nieve.
Los campesinos de Cocuy hablan de continua lluvia y un clima así naturalmente que deja sus efectos en la región. La vegetación, principalmente, es increíble: está representada por las espeletias llamadas “frailejones” que son plantas de unos cuatro metros de altura, por los lupinos dispuestos en forma de columna de flores azules, por los senecios amarillos, por las flores amarillas y rojas de la árnica, y por otras más espectaculares como la “palcha” y el duende o Castilleja.
Es notable el tamaño de esta vegetación; en un jardín no sobrepasarían el medio metro de altura, pero en el Cocuy las dimensiones se multiplican por cinco. La combinación trópico más altura es magnífica, no solo en lo que se refiere a la vegetación, sino también a las montañas mismas.
Las montañas son diferentes a las que conocemos en Chile Central; todas las cumbres son de hielo y por el lado occidental es compacto y de regular pendiente. Pero por el lado opuesto los glaciares cuelgan sobre salvajes murallones de roca gris (Gneiss).
Hacia el norte los hielos se precipitan en forma de cascadas, o bien las paredes muestran esa maravilla de la glaciación tropical que son los calados, estrías y acanalados trabajados por el sol y el viento y constantemente recubiertos de nieve fresca. El resultado es una obra de ornamentación en blanco, sobre el cual se muestran las cornisas de los filos.
Los glaciares empiezan a unos 4.700m y suben hasta los 5.493m que es la mayor altura de la Sierra. La vegetación de altura comprende las zonas entre los 3.000m y los 4.700m, hasta el mismo nivel del hielo.
La Sierra está dividida en dos grupos: la mitad norte, llamada Guicanes, está formada por los cuatro picachos del Ritacuba, de 5.400m y continúa hasta el centro con el grupo del San Paulin, de 5.040m a 5.390m. La mitad sur se la llama Chita, y comienza con el valle Concavito y cumbres de 5.060m hasta terminar con la cúpula del poderoso Campanario, de 5.197m.
La mayor parte de estas cumbres ha sido ascendida desde 1929, cuando los suizos reconocieron la Sierra por primera vez, hasta las modernas expediciones científicas de los estudiantes ingleses, en 1957 a 1959. Lo poco que pude hacer por mi parte se puede contar en un par de líneas: un viaje a la vertiente Oriental de la Sierra, teniendo que regresar a los pocos días derrotado por la lluvia y la niebla, una exploración al Valle Concavito, en el lado Occidental, y un intento rápido al Nevado del Chiflón, de 5.291m hasta los 4.800m y luego una nueva retirada bajo mal tiempo, sin haber alcanzado nada y haber obtenido otra cosa que un saludable respeto por las montañas colombianas y una gran admiración por los montañeses y arrieros colombianos.
Fue cuando abandone la Sierra Nevada de Cocuy cuando experimenté la sensación más inolvidable de ese viaje. Marchaba yo solo, tras haber despedido al arriero, en medio de la niebla, y en demanda de los valles bajos. Súbitamente la cortina de bruma se abrió y a mis ojos se mostró algo que yo había casi olvidado: un verde valle tropical, en donde el sol brillaba. Tan brusco había sido el cambio de un mundo sombrío y gris a otro que era todo luz y calor que me volví asombrado hacia atrás, a mirar el que recién había dejado. Pero nada pude ver; densa bruma ocultaba todo, como si tras de las colinas y de los cultivos de los montañeses solo hubiera una muralla de niebla.
Repasé entonces en mi mente los días pasados en la montaña y tuve la sensación nebulosa del que ha salido recién de un sueño. Tan increíble, tan extraño e irreal me pareció entonces ese mundo de nieve y niebla que recién había abandonado, que aún llegué a preguntarme si no fue todo más bien una fantasía de mi imaginación antes que una aventura realizada.
Autor: Evelio Echeverría Caselli.
NDLR: Extraído del Anuario de Montaña FEACH 1960 y complementado con fotos del archivo de los Perros Alpinos.
"Sabemos demasiado bien que el destino puede cambiarnos de ganadores a perdedores. Solo las personas que no se hagan cargo de esto, arriesgarán su vida a la ligera..."
Paul Preuss.