Montañas de Ecuador

He caminado por las montañas del Ecuador largamente, lentamente. Las he recorrido en tres oportunidades, tres fecundas e inolvidables expediciones, tratando de llevar siempre los ojos y el corazón muy abiertos. Y más allá del sol y de la lluvia, de la roca y del hielo, de la niebla, el frío, el cansancio o la sed, he hecho lo posible por sumergirme en el espíritu de esos paisajes y de esas gentes, queriendo percibir y comprender.

No creo haberlo logrado en la medida de mi deseo, porque es difícil llegar al fondo del alma del indio o de la montaña. Pero si ello no ha sido del todo posible, las experiencias vividas me han permitido - en cambio - acumular admiración por esas cumbres y afecto hacia ese pueblo amable. Por eso quisiera, con cierta ternura y gratitud en el recuerdo, exteriorizar aquí algunas impresiones de mi paso por los Andes del Ecuador, que no se quedan en el simple hecho andinistico, y que tal vez por eso mismo tengan más hondo sentido y validez.

Llegar al aeropuerto de Quito es comenzar la aventura del Pichincha, antiguo volcán de varias cumbres, vestigios de lo que fue una vasta caldera en cuyas faldas serpentea la capital pre­incaica. Es una montaña verde, cuyo cráter era ya visitado en el siglo XVI. Ascensión sin historia: comienza entre un hermoso bosque de eucaliptus (En mi última expedición estaba talado en parte, ¿Progreso urbano?) y se sale luego al páramo para cruzar más tarde un chaparral extenso, entre cuyas espinas la niebla se desgarra dejando entrever lejanías: Valle de Guayllabamba, Antisana, Cotopaxi.

A cuatro horas de la partida, el primer hito: Cruz Loma. Sigue luego un sendero suave, que acompaña al filo de las lomas pastosas, por las que nuestro grupo se alarga a gusto, siguiendo cada cual sus inclinaciones: unos parlotean, otros se aíslan en sus pensamientos.

Dos horas y media después se llega a la base del picacho rocoso - espectacular entre la bruma - que exige bastante tiempo y cierta precaución en algunos pasos. La cumbre es una gran roca lisa sobre la que nos sentamos a caballo, los pies colgando en el vacío. Alegría moderada a pesar de la altura, consideramos la ascensión sólo como entrenamiento y aclimatación. Al atardecer, luego del largo descenso y de una corta pero violenta granizada, nuestros bototos embarrados ensucian las alfombras impecables del hotel.

Abramos un paréntesis: Hay que conocer las iglesias de Quito, cuyas fachadas de piedra laboriosamente trabajadas pulen en forma constante la lluvia. Todas son iguales: arquitectura magnífica, deseo evidente de persistencia en los siglos, grandiosidad agobiadora y aplastante. Entre sus naves oscuras, sobrecargadas de pan de oro y tallados increíbles, se siente el peso todopoderoso y despiadado de un dios de inquisición. Prefiero la sencillez divina reflejada en la cruz de hierro de la cumbre del Illiniza Norte. Sin embargo cada vez que vuelvo a Quito, no puedo dejar de ir a sobrecogerme ante los altares coloniales de San Francisco o La Compañía.

Desde Machachi se admira un macizo de la Cordillera Occidental formado por dos enhiestas montañas separadas por un portezuelo no muy amplio. Comparten un solo nombre, apellidándolo con la respectiva posición geográfica: llliniza Norte e Illiniza Sur. A pesar de su unidad, presentan caracteres opuestos: el Norte es esencialmente rocoso, mientras su vecino se muestra como una aguzada pirámide de hielo. Los Illinizas poseen un refugio situado en un lugar estratégico y atractivo, algo más abajo del portezuelo, en la vecindad del caótico muro terminal de un ventisquero colgante y con una perspectiva amplia y despejada hacia el Noreste.

Illinizas

Foto: Illinizas Norte y Sur.

El amanecer nuboso nos sorprende alcanzando el portezuelo, con esperanzas de despeje de las brumas que cuelgan de los picachos de la cumbre del Illiniza Norte. Subimos entre cascajo, peñascos y algo de nieve sucia, hasta alcanzar el filo superior, que nos conduce a la base del torreón rocoso de la antecima. Clavijas de seguridad y comienzo de la escalada. Silencio interrumpido sólo por el canto del hierro hendiendo las fisuras del granito y por alguna voz concisa: ¡cuerda! ¡asegura! Confianza en la cordada, seguridad del compañero atento, habilidad en la maniobra necesaria.

Una vez arriba una arista inestable que nos obliga a descender un poco, unos roqueríos simpáticos y sin problemas, y la cumbre, anunciada por su cruz metálica. Sentimientos sobrios pero profundos, y admiración, momento despejado por la vista estupenda del Illiniza Sur, más alto, de hielo relucientes y terriblemente inclinado. ¿Cincuenta, sesenta, ochenta grados?, ¿Qué importan los grados?. Se mira con ojos incrédulos, sin atinar a comprender cómo en la expedición anterior logramos dominar sus paredes y grietas, que no pudimos apreciar globalmente a causa de la niebla densa y de la nevada que no logró detenernos. Y se busca, sin encontrarla, una posibilidad medianamente segura de ruta para el intento que haremos mañana.

Mañana llega con la campanilla del despertador, a las tres de la madrugada. Quaker, algún resto de la sopa de la noche anterior, café calentado entre sueños, y la salida a la noche fría. Hay que encordarse desde el comienzo, sabiendo qué cuerda, grampones, piolet, tal vez algún tornillo de seguro y cientos de escalones a tallar, serán nuestra única posibilidad de hacer cumbre. Pronto se cruzan las primeras grietas y se alcanza el muro de inclinación creciente.

La niebla ayuda sicológicamente al impedir la visión del terreno que huye a profundidades en las que es mejor no pensar. Se suceden los escalones, tallados con vigor y rapidez. No hay lugares de descanso: ello sólo se logra a medias en un escalón algo mayor, mientras se deja correr la cuerda alrededor del mango del piolet anclado profundamente en el hielo. Cuerda que avanza, cordada que avanza. En general el avance es lento: el primero está tanteando la posibilidad de una grieta cubierta o va cruzando - con la respiración contenida - un puente de nieve frágil, mientras los otros dos aseguran, atentos.

Bastante arriba se alcanza la única parte que permite sentarse un momento, al lado de un escenario fabuloso. No me gusta usar este adjetivo porque siempre con él se exagera. Pero aquí está bien empleado: una grieta ancha, de labios cubiertos de estalactitas celestes, azules, blancas, transparentes. Es un verdadero palacio de hadas.

Se debe seguir: Nuevamente el paisaje se circunscribe al escalón acogedor y a la suela encramponada del bototo del compañero de arriba, vista echando un poco hacia atrás la cabeza. Pero a estas alturas ya hay acostumbramiento a la verticalidad y gozo de la escalada sobre el vacío. Gran euforia al salir al filo cimero, aumentada por la cercanía accesible de la cumbre, curiosamente amplia.

La cumbre es el lugar mas seguro del Illiniza Sur. He estado dos veces en ella y en ambas oportunidades hubo un silencio inmóvil, una impresión de estar suspendidos en el espacio, en un ambiente de niebla algodonosa. Y en ambas oportunidades hubo también una explosión de júbilo inicial, reacción lógica tras la dura lucha sostenida, que cedió paso de inmediato a la preocupación indisimulada del descenso. Horas más tarde, al calor de la sopa humeante, cien comentarios que ya se transforman en otros tantos recuerdos. ¿No es más hermoso el recuerdo cuanto más difícil ha sido nuestra acción?

A montañas hermosas nombres aún más hermosos. Indígenas en un alto porcentaje, dichos topónimos me cautivaron desde un comienzo por su sonoridad. Hice luego de ellos un pequeño estudio etimológico que me permitió confirmar lo que siempre he pensado del nombrador indio: no sólo poseyó la virtud innata de la belleza eufónica, sino que tuvo un sentido poético intenso al bautizar las que fueron morada de sus dioses, !Y Ecuador ha tenido el buen gusto de no cambiarlos!

El lago Cuicccha, que junto al Yahuarcocha y al Imbacocha o San Pablo forman la trilogía lacustre de la región nortina, cobija sus aguas esmeraldas en una antigua caldera volcánica, hoy tapizada de verdor, en las faldas del Cotacachi, único intento de escalada ecuatoriana que nos fracasó.

Salimos de Otávalo, que ha dado más fama a Ecuador con sus telares indígenas que la Texaco - Gulf con su petróleo, poco después de medianoche. Habitualmente es una ascensión de dos días, pero creímos factible hacerla sólo en uno. A pesar de la noche oscura todo fue bien en un comienzo, y el amanecer nos encontró remontando los páramos larguísimos que alfombran por el Sur el agudo picacho rocoso. Entre la niebla baja pudimos gozar de un panorama muy amplio, jugando un poco a localizar en qué punto debería estar Cuicocha, sin saber cuánto nos serviría ello más tarde. Recién pasado el mediodía logramos dejar atrás el páramo y - sobrepasando el arenal - alcanzamos el hielo. Corto, empinado, con una sola gran rimaya separándolo del portezuelo vecino a la cumbre, el glacial está encajonado entre altas y curiosas formaciones rocosas.

Cuando pisamos el portezuelo nos dimos cuenta de lo tardío de la hora, de que la niebla subía demasiado y de que la cumbre que quedaba ha sólo una canaleta estrecha y con caída de piedras, de unos cien metros de desnivel se nos escapaba. Decidimos renunciar. La carrera contra la niebla la perdimos: nos cubrió antes de abandonar el hielo, y el páramo con visión limitada a unos pocos metros es desesperantemente igual en todas partes. Bajamos y bajamos durante horas, desorientados, hasta que nos detuvo la oscuridad. Fue un vivac triste, con lluvia casi continua. Sólo pensábamos en que a la madrugada deberíamos tratar de bajar hacia el sureste, a menos que nuestra buena estrella nos despejara un poco la niebla.

No se despejó. Debimos comenzar el descenso empapados y ateridos, confiando a ciegas en la brújula y en nuestro cálculo estimativo de la posición de Cuicoha, única posibilidad de salida. Fueron horas tensas que prefiero no recordar. Pero sí recordaré siempre la primera choza y las palabras tranquilizadoras del indio confirmando nuestra dirección. Rato después estábamos en el lago.

El paisaje más característico de la sierra ecuatoriana es el páramo. Interminables extensiones onduladas cubiertas de ichu húmedo por las lluvias constantes y las neblinas pegajosas, azotadas por vientos fríos y blanqueadas a veces por el granizo implacable y repentino, rodean inmensos cinturones verde amarillentos, los orgullosos picachos de hielo. Hay una melancolía profunda en este paisaje. Lo he recorrido muchas veces y cada vez más creo encontrar en él el motivo último del mutismo secular del indio, y la tristeza infinita del sonido de la quena o del rondador.

Desde muy niño soñé con una rutilante montaña de hielo albo bajo un cielo azul profundo. Nunca olvidé ese sueño y en mis recorridos a través de los años, por muchas montañas en muchas latitudes, siempre traté de encontrarlo. Hoy, no se si decirlo con alegría o tristeza, lo he vivido. Un día llegué a la llanura inacabable de Limpiopungo y enfrentado al cono del Cotopaxi, comprendí que comenzaba a concretar aquel sueño de la infancia.

Cotopaxi

Foto: Volcán Cotopaxi.

Fueron días perfectos, la agotadora subida al refugio, los compañeros amables, la salida nocturna y adormilada, el juego de la luz de las linternas en el hielo, la rítmica música de piolets y grampones en las laderas empinadas, el amanecer radiante entrevisto sin descuidar las maniobras de la cuerda, las montañas lejanas brotando de un mal de nubes que se encendían poco a poco, la belleza siniestra de las grietas orladas de cornisas celestes, la armonía de las cordadas navegando el glaciar, el ojo pétreo amarillo rojizo de Yanasacha, el elevarse simétrico de los escalones tallados en la nieve dura, las fuertes pendientes finales y el estado de ensoñación permanente, la necesidad de percibir hasta el más mínimo detalle de esa vivencia única, la conciencia lúcida de vivir un sueño.

Guardo un diapositivo de la cumbre, pináculo de hielo que domina el cráter, un Belga, un Ecuatoriano y un Chileno unidos con estrecho abrazo, con una sonrisa decidora de la felicidad del momento. Pero ellos, con quienes compartí esa cima, nunca sabrán que no pude evitar que una lágrima cayera sobre el suelo helado, y yo tampoco podré saber si esa lágrima se debió a la alegría del sueño realizado o a un vago sentimiento de nostalgia porque dicho sueño ya comenzaba a terminarse.

Al amanecer del día siguiente, cerca ya de su base, di una última mirada a la montaña resplandeciente que las nubes comenzaban a cercar. Con tristeza debí dar media vuelta para continuar el descenso. Algo más abajo, entre las lavas arenosas, corté una flor de la primera chuquirahua, rústicamente hermosa, que alegraba el paisaje: hay también otros sueños en la vida de los hombres. A mediodía estaba en Ambato.

Segundo paréntesis: Quien visita Ecuador necesariamente llegará un día a una feria indígena. Escenario animado, colorido, atrayente. Para el indio es día de comercio, de reunión social, de diversión. Para el turista, cargada de Leicas, gran angulares y filtros, el Indian Market es la oportunidad de tangenciar, sin comprensión alguna, subseres. Creo sinceramente que cuando se habla del problema del indio se están invirtiendo los términos reales del asunto. El indio es parte sustancial e inseparable de ese paisaje y de la grandeza telúrica que de él emana. ¿No debiéramos mejor, fotografiar al turista, personaje totalmente ajeno a ese mundo andino?

La visión del Chimborazo es posible desde muchos y muy diferentes lugares de la Sierra. Su mole poderosa, cubierta de glaciares que defienden las cimas redondeadas, domina sin contrapeso toda la región central del Ecuador. Personalmente me quedo con la vista de la cumbre inmensa, rosada con los últimos rayos del sol, apareciendo solitaria e irreal sobre las densas nubes que cubren toda la base de la montaña. Cualquiera que acampe en Pogyos, punto de partida normal de las ascensiones, podrá admirar el espectáculo, aún a riesgo de pensar seriamente en desistir de la escalada: la cumbre se ve tan distante, tan inalcanzable ...

Muchos parten y pocos llegan al final del largo camino: La Virgen, Lomas Coloradas, el Refugio, noches saturadas de estrellas, Murallas Rojas, Glaciar Stubel, Grieta Hans Meyer, Cumbre Ventimilla, Cumbre Whymper. Sensación de estar escalando terrenos históricos, cargados de sombras importantes: Humboldt, Simón Bolívar, Whymper, por nombrar sólo los que nos tocan de más cerca.

Pasado Murallas Rojas se asciende lentamente. Cansancio infinito. Y panorama también infinito. Las nubes se espesan sobre los páramos distantes y uno se siente desligado de la tierra de los hombres. Poco a poco se va sumergiendo en una especie de sopor que cambia radicalmente los valores. Existe únicamente conciencia de que hay que poner un pie delante del otro, en la nieve profunda, interminablemente. La ascensión física se convierte en ascensión espiritual. La fatiga, la sed, todo se olvida y sólo queda el deseo de seguir y seguir y seguir, más alto, más alto, sin retorno, hacia un fin trascendente. La misma cumbre pierde su importancia. ¿No habrá tal vez algo de vanidad en su búsqueda?

Al fin se llega. Pero tras la alegría, los abrazos, los banderines y las fotografías, un sentimiento de humildad y de pequeñez crece y crece hasta apoderarse totalmente de uno al enfrentar esos cielos desoxigenados, esos horizontes curvos, esa naturaleza que habla necesariamente de un Creador. El Chimborazo es una montaña telúrica, grandiosa, digna de Wagner o Neruda. Tal vez por eso mismo, y agradeciendo en todo caso las experiencias inolvidables que pasé en sus hielos, prefiero el recuerdo amable de su hermano menor, el Carihuairazo.

En las preferencias influyen diferentes factores. En este caso pueden ser el hecho de tratarse de la primera cumbre que coroné en Ecuador, o que ella pertenece a la provincia de Tungurahua, por la que siento - gentes y paisajes - especial predilección. Su ascensión es hermosa: lomas cubiertas de frailejones, lagunas, agrietado glaciar, portezuelo, arista aérea, cornisas y la cumbre velada por la niebla. Una banderita ecuatoriana encontrada en ella adorna hoy la sede de mi Club. La pequeña bandera chilena que allí entregué a mis compañeros de cordada, está - la volví a ver emocionado en la sede de Nuevos Horizontes - en Quito. Pero por encima de estas pequeñas efusiones, permanece el cariño hacia una montaña, una provincia y un país.

Un último paréntesis: Más allá de las montañas, hacia el Este, Ecuador es partícipe de las más grandes selvas del planeta. He tenido oportunidad de visitarlas, bajando en canoa por su mayor río, adentrándome unos kilómetros entre su vegetación lujuriosa y contactando algunos de sus habitantes indígenas. Es una experiencia imborrable. De todas las impresiones acumuladas en esos días, una sobresale. En un remanso del Río Napo, atada a unas piedras de la orilla, una canoa indígena. Quietud de siglos a su alrededor. Pero también conciencia latente de que esa tranquilidad milenaria puede ser rota en un segundo por el salto aterrador de la anaconda que acecha bajo las aguas. Tal vez en ese contrapunto está la dialéctica del mundo de la selva.

Hay otras montañas en Ecuador divisadas a la distancia, entre el marco habitual de páramos y nubes: Chiles, Imbabura, Cayambe, Antisana, Corazón, Pasochoa, Montañita jardín, Rumiñahui, Cincholagua, Sumaco, Quilindaña, Llanganate, Altar, Sangay, Cubillin y muchas otras menores. No es posible por el poco tiempo, recorrerlas todas. Y tal vez convenga dejar siempre algo inconcluso para tener la excusa del regreso.

Dejé para el final el Tungurahua. Quise citar mi última expedición llegando a su cima, pero el mal tiempo y la necesidad urgente de partir me impidieron intentarlo siquiera. Lo vi por última vez cubierto de nubarrones negros, blanqueada su base por la nieve. Tal vez algún día cuando regrese - porque debo regresar - podré admirarlo, despejado, desde Ingahurco, como símbolo de una nueva etapa de mis vivencias en las montañas del Ecuador.

Nota final: las impresiones arriba expuestas se originaron en las siguientes expediciones:

  • 1971: Carihuairazo (5.020 m.).           
  • 1972: Rucu Pichincha (4.698 m.), Cotacachi (4.933 m.), Illiniza Sur (5.263 m.), Cotopaxi (6.005 m,) y Chimborazo (6.310 m.); además de un recorrido por la región amazónica del Río Pastaza.
  • 1974: Rucu Pichincha (4.698), Illiniza Norte (5.116 m,), Illiniza Sur (5.263 m,), Cotopaxi (6.005 m.) y Chimborazo (6.310 m.); además de un recorrido por la región amazónica del Río Napo.

Las alturas anotadas sobre las que hay algunas pequeñas discrepancias, son las oficiales según el Instituto Geográfico Militar del Ecuador.

Autor: Maximino Fernández.

NDLR: Extraído del Anuario de Montaña FEACH 1973 - 1977 y complementado con fotos del archivo de los Perros Alpinos.

 

"Al lado del muro de hielo, patitiesos por el rumor frío de la nieve, escuchábamos el paso perentorio y mirábamos nerviosos la cara de la muerte, la salvaje compañera. Y salta el corazón dentro del pecho, para sentir el músculo y el alma tensos como el acero, preparados para luchar con un nuevo resalte…"

Geoffrey Young.